INTRODUCCIÓNEstoy convencido de que el ser humano es feliz siempre y cuando intente cumplir sus sueños. Me corrijo: siempre y cuando cumpla sus sueños. Porque los sueños son el espacio más intenso y personal, son mejor que la vida, y emprender su copia real en el mundo cotidiano es determinante para conseguir satisfacción, esa sensación que casi siempre es poco extensa y caprichosamente volátil.
Bueno pues, a mediados de enero de este año me enteré que
Bob Dylan iba a dar un concierto en
Buenos Aires. Inmediatamente llamé a una serie de personas que lamentablemente me confirmaron que
Dylan no pisaría suelo peruano en su gira latinoamericana, que empezaba en México y terminaba en Uruguay (¿Qué pasó acá, no que ahora, que bajaron los impuestos, iban a traer a los mejores? En fin).
Así que no me quedaba otra que sacrificar parte de mis ahorros y hacer todo lo posible para verlo. Era ahora o nunca.
En un emprendimiento insólito para mi clásica dejadez de mediano plazo, me vi de pronto en la cancha del estadio de
Vélez Sarsfield, el 15 de marzo del 2008, a las 9:10 p.m. a pocos metros del escenario en el que en veinte minutos estaría Bob y su banda, solo pero entre 18 mil personas, pidiéndole a un cusqueño (que, con su esposa, había viajado tanto como yo para ver al genio de estadounidense), que me tomara una fotografía de espaldas al escenario (caleta, pues los de seguridad no lo permitían).
Pocos minutos antes había cantado
León Gieco, haciendo gala de su gran voz, aunque anticuado, como toda la vida, al estilo del Dylan de hace millones de años. Mejoró la cosa cuando lo acompañaron
Charly García y
Gustavo Santaolalla. El flaco dijo “Todo por Bobby” antes de una simpática versión de
El Fantasma de Canterville.
Luego de que el cusqueño, que se sentaba atrás, me dijera que
Ian Paice era mejor baterista que
John Bonham y que todos los limeños éramos unas gallinas, “sobre todo los que trabajan en
El Comercio”, me largué con el tumulto que burló a los 911 y aproveché los espacios libres más cercanos al escenario. Cuando el seguridad me gritó “¡Señor!” para detenerme, yo ya había corrido y estaba escuchando
Rainy Day Women #12 & 35 a pocos metros del más grande compositor de la música popular de todos los tiempos.
Adelante, tampoco permitieron tomar fotos, pero eso era lo de menos, la magia que presenciamos no era de este mundo, o mejor, era tan de este maravilloso mundo que conmocionaba hasta la médula.
EL DYLAN DEL SIGLO XXI, EL DYLAN DE SIEMPREEl sueño de
Robert Zimmerman (24 de mayo de 1941, Duluth, Minnesota) fue ser una estrella de rock and roll y para eso tuvo que mentir, robar y reinventarse a lo largo de casi 50 años de carrera. Fue
Woody Guthrie,
Robert Johnson,
Pete Seeger,
Hank Williams; pero ahora
Dylan es superior a todos y, transformado nuevamente, se encuentra en unos de los mejores momentos de su carrera.
La nueva ‘dylanmanía’ empezó en el 2005 con el estreno del documental
No Direction Home, dirigido por
Martin Scorsese y que trata sobre la vida del cantante hasta que alcanzara fama mundial. Al año siguiente, el compositor sacó
Modern Times, su último disco, que fue, con justicia, elegido por la crítica como el mejor del año (Lo mismo ha ocurrido con los dos álbumes que lo precedieron:
Love And Theft del 2001 y
Time Out Of Mind de 1997).
Como si esto fuera poco, el año pasado el director
Todd Haynes expuso
I’m Not There, una película que está inspirada en las distintas etapas de la vida de
Dylan y que causó revuelo mundial por la caracterización que hizo
Cate Blanchett del Bob de la etapa de
Highway 61 Revisited. Esto le valió un
Globo de Oro y una nominación al
Oscar.
Además, el parco
Bobby sigue siendo noticia por sus cómicas extravagancias. A fines de febrero, al llegar a
México, visitó un
gimnasio de boxeo para tirar algunos ganchos; y antes de su última presentación en Latinoamérica, en
Punta del Este, dio
un paseo en bicicleta vestido de mujer.
Está claro que a sus 66, Dylan sigue siendo el mejor del Mundo. En la historia es probable que los
Beatles lo superen; pero los cuatro juntos, porque separados no le llegan a Bob ni a la rodilla.
LA NOCHE DE LOS SUEÑOSEn el lúcido prefacio de
El Retrato de Dorian Gray,
Oscar Wilde afirma que “Revelar el arte y ocultar al artista es la meta del arte”. Más allá de su timidez, el hermetismo de
Bob Dylan sobre el escenario responde a esto. Además, la forma en que destruye y vuelve a construir sus canciones obliga al espectador a permanecer callado, hipnotizado, a escuchar reprimiendo las típicas ganas de cantar las conocidas letras que el maestro destroza con cambios melódicos, tonos de voz, y cortes imprevistos.
A las 9:30 p.m. apareció junto con el resto de su fabulosa banda de rock and roll (según Bob, la mejor que ha tenido), todos con sombrero y traje:
Tony Garnier en el bajo,
George Recile en la batería,
Denny Freeman en la primera guitarra,
Stu Kimbal en la rítmica y
Donnie Herron en la pedal steel. Dylan se calzó la
Fender Stratocaster y empezó con tres clásicos que abrigaron el leve frío de la noche:
Rainy Day Women #12 & 35,
Lay, Lady, Lay y
Watching The River Flow.
Todavía era demasiado pronto para asimilar que el concierto había empezado y que Bob estaba a pocos metros improvisando algunas progresiones de blues con la guitarra.
Como en todos sus conciertos del 2008, para la cuarta canción dejó las seis cuerdas y se paró frente a las teclas.
Garnier tomó el contrabajo y marcharon juntos, comandando una versión de miedo de la inmortal
Masters Of War que puso los pelos de punta. Fue la primera apoteosis de la noche.
Todo es arte en movimiento. Nada es igual, todo es distinto y nuevo. Con su voz metálica, grave y gangosa, hizo una vivisección de sus palabras. No tuvo un papel con las letras frente a sus ojos. Si no recordaba, improvisaba. Cantaba y podaba oraciones. A veces cortaba como el diamante en el vidrio. O lento como con un bisturí en una cirugía cerebral. O rápido, con un cuchillo dentado. A veces arrastraba por el piso frases increíbles y terminaba desgarrandoles el brazo.
Un total de cinco fueron los temas del
Modern Times que incluyó Dylan en el set list del
José Amalfitani. El primero de ellos fue
The Levee’s Gonna Break, una revisión del clásico blues de la década de los 20 de
Kansas Joe McCoy y
Memphis Minnie (también la grabó
Led Zeppelin en su legendario cuarto álbum de 1971).
Herron demostraba su versatilidad en una mandolina eléctrica mientras Bob parecía pasarla bien; parecía que sonreía y movía los hombros con el ritmo acelerado que emprendían
Garnier y
Recile. Eso fue lo más cercano a la euforia que estuvo un Dylan que interpreta lo que quiere de su interminable catálogo, pero nada es igual, todo es nuevo y sorpresivo, incluso para sus músicos. Cuando finalizaba una, el sexagenario aprovechaba los aplausos para informar al resto de la banda cuál venía.
Luego
Dylan tomó la armónica para la suave y emotiva
Spirit On The Water. El pedal steel y el genial punteo de
Freeman provocaron uno de los mejores momentos del concierto, que continúo arriba con una versión sensacional de la canción de la película
Wonder Boys (con la que Bob ganó el
Oscar en el 2000),
Things Have Changed, con
Herron en el violín.
La música es interpretación y
Dylan es un mago que juega con las melodías y sabe las posibilidades de unas cuerdas vocales que ya tienen más de 60 años pero que todavía pueden ponerle la carne de gallina a un estadio (casi) lleno.
El monstruo del fraseo no dice nada entre canciones (solo presentó a sus músicos), pero lo dice todo en ellas; como en las versiones que siguieron de
Workingman’s Blues #2 y
Just Like A Woman. Otro momento extraordinario, con
Kimbal en la guitarra acústica, trayendo desde 1966 el conmovedor arpegio inicial.
Fue todo un placer observar el galopante talento de
Recile en
Honest With Me, tema principal de
Love And Theft. El baterista hizo gala de su envidiable muñeca a lo largo de todo el concierto, extraordinario con los platillos, el sonido y el control de los volúmenes (lo único que perturbó por momentos fue un problema en el micrófono de la tarola).
En el recital que nunca decayó,
When The Deal Goes Down provocó lágrimas de emoción con frases como “Tomorrow keeps turning around, we live and we die, we know not why, but I'll be with you when the deal goes down”.
Garnier tocó el contrabajo con arco y el punteo de
Freeman motivó una ovación inesperada.
La banda volvió al blues con una versión de
Highway 61 Revisited que tuvo como clímax el contrapunto de guitarras que tejieron
Kimbal y
Freeman; y después el gentío siguió con las palmas el lento
Nettie Moore, una de las más sorprendentes canciones de Dylan de los últimos tiempos. El coro, que sube desde una estrofa sutil, fue otra invitación a la emoción más sublime, otro momento inigualable.“I loved you then and ever shall, but there's no one here that's left to tell. The world has gone black before my eyes”, cantó Dylan con voz vibrante y dramática.
Summer Days, de
Love And Theft, marcó otra ruptura. Fue el momento más divertido del concierto (los de la banda rieron cuando a
Recile se le cayó una baqueta de las manos) y, a la postre, un perfecto paso previo a
Like A Rolling Stone, que, como era de esperarse, hizo mover todo el estadio.
REGRESO X 3Regresó de un breve paso por los camerinos y todos contuvimos la respiración al ver la entrada de un personaje de sombrero que ahora parecía poseer la personalidad de un ser superior, o de un brujo. Entré en shock cuando escuché las primeras palabras de
Stuck Inside of Mobile with the Memphis Blues Again (“The ragman draws circles, up and down the block”), porque es mi canción favorita de Dylan en los últimos meses.
Me moví como chancho y luego me arrodillé ante una versión inigualable de
All Along The Watchtower, solo similar al cover de
Jimi Hendrix. Mientras
Freeman reproducía con virtuosa lentitud el riff de Hendrix y
Recile levantaba la marcha luego de cada estrofa con estruendosos redobles, cayó un telón que cubrió la parte trasera del sobrio escenario negro con la figura de un ojo enorme en llamas. El mago de Dylan hizo una vez más, de la simpleza, un sismo.
Parecía que se iba definitivamente, pero tras saludar al público (jamás se inclinó) volvió y terminó de transformar nuestras mentes. Admito que nunca me gustó
Blowin’ In The Wind, pero jamás olvidaré que la revisión que hizo cerca de las 11:30 p.m. de aquel sábado 15 de marzo me hizo llorar. Fue una balada rock más rica en armonía y timbres. En el coro, Bob subió un poco el tono, pero fue suficiente para dejarnos gritando gracias, aplaudiendo como niños y temblando como viejos.
Cumplí un sueño. Soy feliz.